Raven De La Croix es Margo Winchester (por obvias razones) en una “joyita” del
sexploitation
El recientemente fallecido Roger Ebert, uno de los más
importantes críticos del cinema, alguna vez afirmó (a propósito de Amarcord, si
bien recuerdo) que Fellini estaba tan obsesionado con las glándulas mamarias
femeninas como el asimismo erotómano autor de la película
que ahora nos ocupa, Russ Meyer. A decir verdad, Ebert --quien, por otro lado,
escribió el guión de Megavixens-- erró un tanto la marca: las chicas Meyer
encarnaban como en ningún otro caso la consabida fijación de los estadounidenses
por los senos generosos, casi nacionalizando así un apetito masculino más bien
universal; mientras que Fellini prefería (quizá de modo previsible) la
opulencia armoniosa con acentos meridionales e incluso virtualmente elefantiásicos,
la totalidad que también puede fetichizar un trasero de Reina de Lydia antes
que una exclusivista parcialidad pectoral. En esta asertiva y no tan mínima oda pastoral a la libertad (del amor libre al aire libre) --¿al libertinaje, seguirán diciendo algunos?--, que no por nada
comparte a Sade con Buñuel y Pasolini, la gloriosa, hiperbólica tetamenta de Raven De La
Croix (la incógnita karateca en medio de una pesquisa criminal de posguerra, a
causa del mismísimo Führer) teóricamente haría desaparecer todo, si no se tratase
también de un vigoroso ejercicio (pese a los reparos que se hagan a su estilo) de admirable vocación narrativa --relativizado
sólo por el engarce de su contexto genérico--, una agridulce sátira disparatada
donde lo único que importa es esta vida, en la que el sexo es un gesto desafiante e
infinito y el humor alérgico a la falsa solemnidad su siempre fiel aliado. Vale notar, finalmente, al conspicuo
y desinhibido coro griego incorporado con alegría invicta y olor de naturaleza por
Kitten Natividad (representante subliminal de la femenina oralidad falocéntrica que
subraya inversamente la fijación oral masculina por las ubres), y al romántico soundtrack
integrado por alemanes tan relajados como Wagner y el por entonces discotequero Ludwig van.