lunes, 22 de junio de 2015

Desu nôto (2006)


En esta producción televisiva del Japón --basada en el manga y el anime homónimos--, la policía anda tras la pista de Kira, un vigilante ubicuo responsable de toda una epidemia con los criminales más avezados, impunes e irredimibles por víctimas: alrededor del mundo, todos mueren a causa de un tan fulminante como inexplicable ataque cardíaco. Cuando las altas esferas de la inteligencia policial entren a la escena, cada detalle de la operación quedará listo para un duelo inusitado: Light, el secretamente inescrupuloso adolescente cuyo superdotado raciocinio ha contribuido en el pasado a resolver los casos delincuenciales menos simples, versus L, su enigmático y aventajado némesis. Con lo que nadie cuenta es el poder demoníaco moviendo los hilos del destino, trazando sus líneas arteriales sobre las blancas hojas de un negro cuaderno...


Desu nôto: The Last Name (o Death Note: The Last Name, su título internacional), el segundo episodio de la trilogía del cuaderno maldito --aunque el genial Ryuzaki se merecía su propia serie (precuela, necesariamente) después de L: Change the World (2008)-- extiende no solamente la narración, sino también sus coordenadas psicológicas, éticas y, aun, metafísicas. Ahora no puede ser más claro que el microcosmos que se nos muestra es una metáfora sobre la ley versus la justicia, una parábola de lo divino y lo humano contrapuestos en la amplitud de sus debilidades y mezquindades. Cuando el padre y el hijo se enfrentan, además se hace evidente como nunca la pretensión de los realizadores: Milton, la Biblia, como referentes ineludibles de un paraje desastroso sembrado de ángeles caídos. Por eso, el éxito de esta continuación (y, con ella, de una historia que llega a su fin) radica en, más allá del sostenido suspenso y su trama en permanente movimiento, la profundidad que logra con un material delicado, hecho de --sin L-- torpes detectives tras la pista de un caprichoso pacto diabólico. Por eso, más allá de la sofisticación audiovisual, sin embargo, más acá de la suma o resta entre humanos luciferinos y entes mefistofélicos de The Last Name, nos quedamos con el inesperadamente memorable retrato de L: ya no el enigma (hilarante Auguste Dupin emo, Tokio style) de la primera parte, sino otro desgarrador niño prodigio que, huérfano, es quien se merece un padre que lo quiera --al igual que el hijo de Anthony Quayle en Incompreso (1966), o el pequeño participante en el programa concurso de TV con un patán como progenitor en Magnolia (1999), o aun la sensacional Lisbeth Salander; huérfanos de mérito entre otros, como el enemigo de Light, al pie de la letra. Y, no obstante encontrar esa figura paterna en el leal Watari, L es un consumidor creativo y compulsivo de dulces que no engorda, un adolescente pálido y recluido que demuestra la ambigüedad de las emociones en un trance narcoléptico, donde los auténticos sentimientos no deben escribir su nombre. 3.5/5

jueves, 11 de junio de 2015

Aloft (2014)


Hay actores que dan lo mejor de sí en películas como ésta, cuyo inicio promete, cuyo contenido posee una cierta tensión dramática, pero que al final pierden el vuelo o la orientación al apostar por la combinación de elementos que no comulgan entre sí: frío y calor, tragedia y técnica fatalmente inadecuada. Es el caso de Aloof…, quiero decir, Aloft: Jennifer Connelly es quizá una de mis actrices favoritas, uno de esos prodigios de mujer que son al mismo tiempo intérpretes de una singularidad que siempre es una gozada presenciar. Sin duda, se trata de una profesional consumada, veterana descubierta por Sergio Leone allá por 1982, y lo vuelve a demostrar, por enésima vez, en esta cinta. Pero es Cillian Murphy (quien, por otro lado, ofreció un memorable desempeño en Inception, el thriller borgesiano de Christopher Nolan) la gran sorpresa: un actor que esperamos ver de nuevo en una labor tan descarnada como la que, en la medida en que se lo permite la producción, lleva a cabo aquí. Toda una paradoja, ya que su papel (y, sobre todo como complemento, el de Connelly) es la cumbre humana de un iceberg fotográfico, con hallazgos emotivos demasiado convencionales para poder equilibrar la disputa entre su conflicto natural --incluida la interacción entre animales y hombres-- y la reconcentrada artificialidad de sus medios. No es que los fotogramas de Aloft sean bellísimos (aunque el paisaje suele serlo), ni que posea la pretenciosidad de obras abstractas como (por dar un ejemplo “clásico”) Persona, pero no termina de decidirse entre la comunicación abierta de esa relación madre-hijo tan rica en posibilidades y la exploración de asociaciones equívocas originadas en un montaje suficientemente confuso y una dirección muy distante del corazón de su asunto. 2/5