En esta producción televisiva del
Japón --basada en el manga y el anime homónimos--, la policía anda tras la pista
de Kira, un vigilante ubicuo
responsable de toda una epidemia con los criminales más avezados, impunes e
irredimibles por víctimas: alrededor del mundo, todos mueren a causa de un tan
fulminante como inexplicable ataque cardíaco. Cuando las altas esferas de la
inteligencia policial entren a la escena, cada detalle de la operación quedará
listo para un duelo inusitado: Light, el secretamente inescrupuloso adolescente
cuyo superdotado raciocinio ha contribuido en el pasado a resolver los casos
delincuenciales menos simples, versus L, su enigmático y aventajado némesis.
Con lo que nadie cuenta es el poder demoníaco moviendo los hilos del destino,
trazando sus líneas arteriales sobre las blancas hojas de un negro cuaderno...
Desu nôto: The Last Name (o Death Note: The Last Name, su título internacional), el segundo episodio de la trilogía del
cuaderno maldito --aunque el genial Ryuzaki se merecía su propia serie (precuela,
necesariamente) después de L: Change the World (2008)-- extiende no solamente la
narración, sino también sus coordenadas psicológicas, éticas y, aun,
metafísicas. Ahora no puede ser más claro que el microcosmos que se nos muestra es una metáfora sobre la ley versus la
justicia, una parábola de lo divino y lo humano contrapuestos en la amplitud de
sus debilidades y mezquindades. Cuando el padre y el hijo se enfrentan, además
se hace evidente como nunca la pretensión de los realizadores: Milton, la Biblia,
como referentes ineludibles de un paraje desastroso sembrado de ángeles caídos.
Por eso, el éxito de esta continuación (y, con ella, de una historia que llega
a su fin) radica en, más allá del sostenido suspenso y su trama en permanente
movimiento, la profundidad que logra con un material delicado, hecho de --sin
L-- torpes detectives tras la pista de un caprichoso pacto diabólico. Por eso,
más allá de la sofisticación audiovisual, sin embargo, más acá de la suma o
resta entre humanos luciferinos y entes mefistofélicos de The Last Name, nos
quedamos con el inesperadamente memorable retrato de L: ya no el enigma
(hilarante Auguste Dupin emo, Tokio style) de la primera parte, sino otro desgarrador niño prodigio
que, huérfano, es quien se merece un padre que lo quiera --al igual que el hijo
de Anthony Quayle en Incompreso (1966), o el pequeño participante en el programa concurso de TV con un patán como progenitor en
Magnolia (1999), o aun la sensacional Lisbeth Salander; huérfanos de mérito entre otros, como el enemigo de Light, al pie de
la letra. Y, no obstante encontrar esa figura paterna en el leal Watari, L es
un consumidor creativo y compulsivo de dulces que no engorda, un adolescente
pálido y recluido que demuestra la ambigüedad de las emociones en un trance
narcoléptico, donde los auténticos sentimientos no deben escribir su nombre. 3.5/5