miércoles, 28 de noviembre de 2012

Frankenweenie (2012)

Sparky según el lápiz de su amigo Tim

La idea original de Tim Burton (sobre el imprescindible Frankenstein de Mary Shelley, por supuesto) acerca de un niño que no puede aceptar la trágica pérdida de su único amigo, un lindo perrito llamado Sparky, y, pues es lo que uno hace en estas circunstancias, lo resucita con la ayuda de una tormenta --al estilo de Colin Clive en las cintas de James Whale--, ya había sido magistralmente desarrollada en una versión anterior. Ambas son valiosas: ahora tenemos un largometraje (casi 60 minutos más) y el 3D y, más importante, la animación como técnica integral del conjunto narrativo; pero eso no significa una forzada obsolescencia de la producción de culto con actores de carne y hueso (incluido el auténtico Sparky) y efectos especiales cautivadoramente menos sofisticados. Este Frankenweenie de hoy es una pieza sumamente tierna y personal --es decir, sin la melaza formal y conceptual que estropea ofertas por otro lado decentes aunque intrínsecamente inferiores como Up (2009), por ejemplo, y con sus raíces bien plantadas en la inolvidable Vincent, título fundamental para entender la estética de Burton como la ética que en verdad es--, que homenajea más minuciosamente los bien delimitados referentes artístico-vitales de su creador, y prolonga una amistad inmortal a través de la sublimación ficcional de una infancia que conoció el miedo pero también, y sobre todo, su elusivo y misterioso encanto. Como dato anecdótico, agregaré que ver una película de Tim Burton sin Johnny Depp (¡!) pero con Winona Ryder (como la poé-tica Elsa Van Helsing, cuya voz, debido al doblaje en español, no pude apreciar) y que recuerda bastante a Edward Scissorhands --música del burtoniano Danny Elfman incluida-- (y otro tanto a Ed Wood, del cual rescata a Martin Landau) alienta las esperanzas de una eventual permanencia en buena forma del director de Alice in Wonderland, …oops (yo habría preferido con mucho “del director de Dark Shadows” como reclamo en el cartel oficial).

sábado, 24 de noviembre de 2012

Del divino Dalí y su tiempo

La edad de oro: Dalí, Buñuel y Lorca, al lado de Moreno Villa y Rubio Sacristán, en Madrid, 1926

Antes de causar que Buñuel perdiera su puesto en el MoMA por una interiormente justificada autoglorificación autobiográfica --es decir, sin justificación plausible--, el excéntrico pintor del artropódico mostacho embadurnado con cera de moscas compartía con el galdosiano macho ibérico metido a poeta de la vanguardista imagen móvil la devoción goyesca al mismo nivel, diríase, que el desprecio juanramoniano (“su burro es una mierda”, le escribieron todavía mentalmente en la Residencia, demasiado brillantes estudiantes infames, al mejor amigo del burrito Platero, y aun otorgaron a éste un rol de honor en el escándalo frustrado de 1929 que llamaron Un chien andalou, título de un poemario buñueliano literal e inédito); y su mutua amistad ambivalente se extendía a su común Federico, el irresistible vértice unificador de un juvenil triunvirato de genios mundiales cuya eventual separación traidora confirmó la amistad entre hombres como cervantina utopía --pero en el inicio las gitanas del Romancero gitano resultaron más preciosas que Preciosa, y Lorca sería repudiado ya no sólo como homosexual por el homofóbico ateo gracias a Dios, ni sólo como amante por el asexuado amador galante de Gala (la modelo menos realista para una Leda y el cisne posible por el surrealista Dalí). Después vino París y el escándalo tan ansiado: L’âge d’or (1930), primera obra maestra de Buñuel, excluyente, visceralmente suya, pese a un guión del cual sobreviven muchachas enmarcadas por ventanas abiertas sobre un destino de jirafas ardientes.

Litografía titulada L'Age d'Or, parte del portafolio daliniano de 1957 dedicado al Quijote

martes, 20 de noviembre de 2012

Enchanted (2007)


Las pretensiones de summa de la imaginería propia a la vez de los cuentos de hadas y de Disney, como de síntesis de la técnica (por un lado la animación clásica, por otro su integración con la acción real) que ha encumbrado al género --desde Snow White hasta Mary Poppins (no por nada Julie Andrews funge aquí de narradora)--, logran resultados parciales aunque muy convincentes en esta cinta, lo primero debido a una dificultad temática bastante comprensible, lo segundo a costa de los lugares comunes que constituyen precisamente la magia de esta parcela de la ficción. Amy Adams, o ese aspecto ingenuo de su personalidad tan visible en películas como Catch Me If You Can, se encuentra como pez en el agua: la princesa campesina, tierna e idealista y con un recóndito potencial de asertividad cuasi feminista, originalmente de tinta y colores pastel, es ella. (Casi lo mismo podría decirse de James Marsden, quien, (irónicamente) como el perfecto prince charming, repite en algún sentido su papel en The Notebook.)

martes, 6 de noviembre de 2012

Tiburoneros (1963)


Luis Alcoriza, el legendario guionista de Buñuel, dirige esta justamente célebre pieza de la cinematografía latinoamericana. Conmovedor retrato costumbrista, vigorosa cinta de aventuras, historia de amor entramada en el aire del mar, Tiburoneros es eso y mucho más: se trata de una reflexión nada intelectual, orgánicamente vital, acerca del destino y de la identidad, de los matices morales y de la individualidad como razón de la existencia. Julio Aldama interpreta inolvidablemente a Aurelio, una suerte de héroe contradictorio, antihéroe admirable o protagonista medularmente humano; un hombre de acción que usa espejuelos (más librescos que los del Jean Reno de Le grand bleu), un bruto (y el parentesco buñuelesco es inescapable) de buen corazón que no puede admitir su afición, tan profunda como el mar lleno de tiburones que asuela, por la joven de dieciocho años --la misma edad de su hija-- (otro motivo buñueliano inevitable) y de origen coreano con quien convive en esa costa tabasqueña que se pega a la piel del espectador como la arena (y evoca, en su poder hipnótico, la realidad centrífuga de títulos tan aparentemente apartados como la coincidentemente asiática Xich lo). La realización evita el melodramatismo pero se adhiere a la espontaneidad artificial de la naturaleza, la fluidez narrativa logra ser concisa sin paradójica sequedad, el teatro de la humanidad usa deliberadamente el silencio y los sonidos y las imágenes, reflejos de lo perplejo, que necesita para transmitir --con terrible ironía-- la crueldad insoportable hacia nuestros hermanos animales y la ternura inesperada de una experiencia genérica que nos une y nos iguala precisamente donde termina la conciencia. Antes, el contraste con la ciudad de México anticipa el final de Simón del desierto. Absolutamente lejos de la falta de imaginación de La caza y otros tantos relatos de inútiles pretensiones y alcances fronterizos, Tiburoneros puede ser fácilmente considerada una de las obras maestras indiscutibles del cine en habla hispana de todos los tiempos.