jueves, 26 de noviembre de 2015

Breaking Bad (TV) (Primera temporada: 2008)


Walter White es un fracaso. Profesor de química en una secundaria estatal, se ve en la necesidad de trabajar, además, en la caja de un autoservicio donde, más frecuentemente de lo que alguna vez imaginó, lava los neumáticos de la clientela. Nada, o poco, de todo esto sería significativo, si no fuera porque el pasado de Walter fue una promesa brillante que lo ha dejado, a sus 50 años, con un orgullo tan grande como su actual soledad. Cuando se encuentra postrado en el ocasional lavatorio de su oficio vespertino, el insolente estudiante que, unas horas antes, le mostró su desprecio en la escuela es, entre los cientos de habitantes de la ciudad, quien arriba al autoservicio y sorprende en su humillación una prueba de que White no tiene dignidad ni merece respeto. Sin embargo, un día, otro, cualquiera, Walter White defiende a su hijo (que sufre parálisis cerebral) de las burlas de ciertos pandilleros, para estupefacción de su familia. No mucho tiempo después, hace el amor a su dominante mujer de tal forma que ésta no puede reconocerlo. Algo ha cambiado. Algo que no sólo ha hecho de White un hombre diferente de su mediocridad característica, sino que también lo ha enfrentado con los límites de la existencia. Decir que se trata de un incurable cáncer pulmonar ante cuyo descubrimiento nuestro protagonista, que nunca ha fumado, reacciona poniendo su ahora desempolvado genio para las ciencias al servicio de un flamante y millonario negocio de narcóticos --la producción de la más pura y cristalina metanfetamina--, sería confundir la humana transparencia de Breaking Bad con el más oportunista simplismo.



Por eso mismo, mezquinarle a Bryan Cranston la responsabilidad individual del clamor unánime que ha recibido a esta serie televisiva sería poco menos que necio. Su retrato, visceral e inteligente, del atormentado Walt es, a todas luces y en la oscuridad, eléctrico, pero también huraño a los calificativos, inasible en una frase con pretensiones nocturnas. (¿Qué frase de encomio le haría justicia, por ejemplo, al revelador momento en que explota el auto de aquel insufrible yuppie, feliz víctima de un vengador no tan anónimo de tantos televidentes frustrados por la miserable cotidianidad?) A Cranston se debe la posición canónica de esta creación que ha transformado nuestra cultura, privilegiando la televisión sobre el cine, abriendo las cátedras universitarias a los estudios acerca de Joyce en Albuquerque, New Mexico. Por otra parte, los guiones y la dirección de la serie en esta inicial transmisión alardean, aun, de una originalidad apta y un taimado sentido del suspenso y la acción vertiginosa, en fin, de unos mecanismos narrativos y dramáticos holgadamente apropiados en su enmarcado de la interioridad provista por Cranston/White, la verdadera ancla del show --insistimos. Edición, fotografía y soundtrack, los elementos centrales de la realización aparte de las actuaciones (Aaron Paul como Jesse Pinkman, Anna Gunn como Skyler, Dean Norris como Hank, Betsy Brandt como Marie y RJ Mitte como Walter Jr. proveen la contraparte, no siempre moral, del antihéroe), llevan a cabo una ficción henchida de consciencia moral, aficionada a la comedia de enredos (o errores), e imbuida en insoslayable ironía trágica. Breaking Bad, en sus siete episodios inaugurales, posee una corrosiva energía que deprime hasta la irrupción certera del amanecer que todo lo baña, inventando rasgos inéditos de esperanza, ahí donde se supone que no existe más que la muerte. Recuerden si no el ácido en la tina... 4/5

domingo, 1 de noviembre de 2015

On a Clear Day You Can See Forever (1970)


Este musical dirigido por el maestro Vincente Minnelli no pertenece al cuerpo de sus grandes obras, pero es una bastante sólida producción, entre cuyas virtudes se cuenta un selecto decorado (la azotea del edificio de Pan Am en Manhattan, por ejemplo) y una exquisita fotografía (a cargo del siempre genial Harry Stradling), además de, como no podía ser de otra manera, el talento sin par y el encanto arrollador de Barbra Streisand, quien con su sola presencia se hace de toda la función. El argumento (basado en una pieza escrita para Broadway en 1965 por el guionista, Alan Jay Lerner) atiende un previsible romance en una situación insospechada: un hipnotista profesional (interpretado sin mayor interés por el usualmente extraordinario Yves Montand) se involucra con una bohemia muchacha neoyorkina (Streisand) que, aparte de poseer la capacidad de hacer crecer geranios con sólo hablarles o saber puntualmente cuándo va a timbrar un teléfono, resulta la supuesta reencarnación de una mujer ejecutada por alta traición en la Inglaterra de 1814. Filmada en la primera mitad de 1969, entre Easy Rider (1969) y Five Easy Pieces (1970), la película muestra a Jack Nicholson como el millonario ex hermanastro de la protagonista, aunque la mayor parte de sus escenas (una sorprendente canción incluida, arreglada, igual que el resto del soundtrack, por Nelson Riddle) terminaron en el piso de la sala de montaje; su inicial aparición tocando un conspicuo sitar promete, por eso, un sentido que el tono conservador y académico de la cinta --que se cree a sí misma tan rozagante como las fantasías psicológicas o regresiones mentales de Streisand-- jamás permite materializar. 3/5

lunes, 28 de septiembre de 2015

Inherent Vice (2014)


Sucio, desgreñado, las horas contadas hasta el próximo abuso, vulnerable y vulnerado en medio del humo trastornado y la niebla laberíntica de Gordita Beach, L.A. County, es Joaquin Phoenix (en su segundo y mejor trabajo actoral para el realizador de The Master) el antihéroe de esta nueva jornada hacia la abstracción plástica o la metafísica retórica de Paul Thomas Anderson. Un relato (tragicómico) disfrazado de neo-noir, basado en la novela homónima de Thomas Pynchon, y que sigue los avatares de su protagonista detective entre una fauna de personajes variopintos, sin tener casi nada en común, para efectos prácticos, con la altmanesca (y entrañable) Boogie Nights (1997), ni con aquella iniciática fábula de tahúres en Vegas titulada Hard Eight (1996).


Por el contrario, Inherent Vice continúa la exploración deslizada en There Will Be Blood (2007) e instaurada propiamente con la pieza de 2012, un proceso deconstructivo respecto del estilo todavía vigente --aun con sus conspicuos signos no-figurativos-- en Punch-Drunk Love (2002). Se trata de una des-sentimentalización, diríase, no obstante lejos, por el momento de la película de este comentario, de la apuesta hasta ahora más radical ofrecida mediante las alienantes imágenes de The Master. Al menos, la convolucionada trama criminal, ambientada en la cultura hippie de 1970, sirve como un recipiente ideal para sostener las conscientes inclinaciones artísticas de Anderson en lo que (¿de todos modos?) no deja de ser un metraje acaso excesivo.

   
Doc Sportello (Phoenix) va tras la pista de Mickey Wolfmann (Eric Roberts), cuya desaparición --presuntamente a manos de su esposa y el amante de ésta-- le ha sido anunciada por Shasta (Katherine Waterston), una mujer de la cual Doc permanece enamorado y que desde hace algún tiempo hasta entonces era amante, a su vez, del millonario negociante de bienes raíces. La invencible afición de Doc a las drogas se explica fácilmente, además de sus cuitas emocionales, con la presencia de Bigfoot Bjornsen (Josh Brolin), el agente de policía que más disfruta del sufrimiento físico y psíquico del investigador privado. Anderson se las arregla para pintar un retrato de Phoenix como víctima de la violencia gratuita inherente a la raza humana, a la altura de las circunstancias de, por ejemplo, Stanley Spector (Jeremy Blackman), el niño prodigio en la literalmente trascendental Magnolia (1999).


Entre la femme fatale y el matón con placa, la vida que Doc aprecia --ese repetido trozo de cimbreante océano delimitado con exactitud milimétrica por las playeras moradas de madera, como en un lienzo de celuloide utilizado por Chirico o aun Rothko, y que así dispuesto por Anderson tiene que recordarnos al imposible escape al paraíso de Carlito Brigante-- anticipa una heroicidad legítima, conmovedora en su mismo llano concepto: una de las subtramas envuelve a un revoltoso profesional (Owen Wilson) separado de su esposa y pequeña hija debido a sus actividades subversivas. Nos detendremos aquí, en nombre de la vocación del espectador, quien puede encontrar semejante nobleza ligada a tipos tan distintos de Doc como el anónimo Eastwood de Fistful of Dollars.


Por otra parte, esta nueva incursión de PTA hacia su lado más personalmente renovador del género cinematográfico --Inherent Vice es a la serie negra de los '40s lo que Punch-Drunk Love a la comedia romántica o There Will Be Blood a la épica moral de raíces fordianas-- se sitúa, como hemos empezado a sugerir, en un punto intermedio de su estética. La perspectiva laxa y nebulosa de su narración (desde la voz de una confidente de Doc llamada Sortilege) se adecúa perfectamente al ambiente de meticulosa confusión  que cuelga cual nubarrón fatal sobre la cabeza del hippie que la protagoniza. Siempre estamos pendientes del destino de Doc, constatación cierta de que el autor de Boogie Nights no ha perdido nada de su capacidad para involucrarnos subjetivamente, de una manera no-intelectual, en su obra. Más allá de la combinación de Raymond Chandler y filosofía beatnik que pueda parecer a la primera, el guión de Anderson ha localizado un cercano equilibrio afectivo-visual, ausente en su película anterior, que justificaría la prolijidad de su registro. En verdad, se trata de una amalgama estilística más conveniente, en comparación, a la expresión de su espíritu y a nuestras expectativas frente a su legado. 4/5


martes, 8 de septiembre de 2015

Hang ‘Em High (1968)


Mucho antes de la cumbre revisionista que significó, entre otras cosas, Unforgiven (1992), el progresismo político de Clint Eastwood lo llevó ocasionalmente por sendas de calidad artística dudosa (cuando menos). No por nada, y ya a la cabeza de su clásica Malpaso, entregó la dirección de esta aventura de venganza en el Oeste --su primer protagonismo hollywoodense después de convertirse en superestrella internacional gracias a Sergio Leone-- al vocacionalmente televisivo Ted Post, el mismo que años después haría retroceder cualitativamente la serie de Dirty Harry con su torpemente reaccionaria Magnum Force (la primera secuela, en 1973, aquélla del escuadrón de émulos de Callahan que incluía a un David Soul en vísperas de Starsky & Hutch). 

Lejos asimismo del acabado comentario (en contra) de la pena de muerte que el productor realizaría, también como director, en su impactante True Crime (1999) --en cierto sentido tan efectiva como Dead Man Walking (1995), el film de Tim Robbins--, la historia del ranchero-vuelto-marshall Jedediah Cooper posee, no obstante, sus elementos de innegable virtud: el leitmotiv musical de Dominic Frontiere; el manejo de la cámara, con sus adecuados zooms (hacia el rictus de Clint) y ángulos caracterizadores; la actuación de un reparto en el que descuellan inconfundiblemente Bruce Dern, Pat Hingle y Ed Begley, por encima de un guión lagunoso, distraído y con los cabos sueltos --que, por otra parte, desperdicia a Dennis Hopper; además de Hingle como el juez Fenton, el igualmente kazaniano James Westerfield aparece entre los condenados al patíbulo. Pero, sobre todo y todos, un Eastwood prototípico hecho de ojos como dagas, cerillas encendidas en su propia ira, y aquella cicatriz de soga aviesa que ya juntaba sus tics de relevo de John Wayne para dispersarlos y brillar solitaria en el Brad Pitt especular y lluvioso de Inglourious Basterds. 3/5

miércoles, 26 de agosto de 2015

The Omen (2006)


Este remake es una ciegamente esforzada pero, innegablemente, mediocre adaptación de la inolvidable historia contada por Richard Donner en 1976. El nuevo guión, basado en aquél brillantemente ambiguo pergeñado por David Seltzer, abre la trama --o, más bien, la "explica"-- e intenta profundizar en las psiques respectivas de sus protagonistas, sin mucha suerte. Con la excepción de ciertas imágenes que, de algún modo y gracias a los avances en la cinematografía, quizá revitalizan sus perfiles en esta entrega --lo cual es muy dudoso--, el pulso narrativo del director John Moore (siempre "un paso adelante" del espectador desengañado, progresivamente cínico, en su ingenua, insistente voluntad de homenajear momentos intocables con una actitud referencial que casi logra entrar en la zona abisal, falsamente reverente, aún dominada por Gus Van Sant y su inefable, desastrosa versión de Psycho) se abre paso a través de los proverbiales eventos mostrando la inventiva de un hack o ghost writer empleado por el reciclado oportunismo de 20th Century Fox.


Lo mejor --lo menos malo-- de tal película high tech, en los antípodas del riguroso realismo fantástico de Donner, es la presencia de Mia Farrow, la mismísima madre del diablo en Rosemary’s Baby (1968), como la niñera llegada del mismo infierno (interpretada perfectamente por Billie Whitelaw en el film original) --sobre todo en una insólita, lograda (re)creación de la escena del asesinato de Mrs. Thorn (una solvente Julia Stiles que tampoco puede reemplazar a Lee Remick en nuestra memoria, pese a lo extraordinario de la secuencia)--, y, ganancia necesariamente extratextual, la inminente transmisión (a la Bates Motel) de la prometedora miniserie Damien (2016) por A&E. Liev Shreiber (un jovencísimo Robert Thorn, en contraste con el embajador interpretado por Gregory Peck en 1976) y David Thewlis (llenando los zapatos de David Warner) son otros decentes y frustrados actores en el desigual reparto --esa risible babysitter suicida, por ejemplo--, que (¿lo peor del asunto?, probablemente) incluye a un pequeño, enigmático Seamus Davey-Fitzpatrick especialmente perjudicado, como semilla de maldad (sobre)natural, por el tono crispado y superficial de una torpe aunque (si acaso) visible producción. Harvey Damien Stephens, el anticristo prototípico, tiene un imperdible cameo en rol periodístico. 2.5/5

sábado, 18 de julio de 2015

Yellow Submarine (1968)


Psicodelia, imaginería maravillosa de pura cepa y la mejor música de siempre es lo que nos ofrece este film animado --estrenado un  17 de julio--, probablemente el más clásico de todos los (cinco, si incluimos al documental Let it Be) que hizo el cuarteto de Liverpool. Escrito por Erich Segal meses antes de que la Paramount financiara su guión y novela de Love Story, y diseñado por el mismo equipo responsable de aquellos inolvidables Beatletoons de los sábados (por la tarde, en mi biografía personal) que fueron los originales John, Paul, George y Ringo que muchos niños alrededor del mundo conocimos, Yellow Submarine cuenta en la superficie la historia de Pepperland, un país submarino al borde de la dictadura de los melófobos Blue Meanies, hasta que su venerable Almirante envía a un emisario en busca de desesperada ayuda y éste regresa --después de una odisea virtualmente a medias entre Lennon y Carroll-- con cuatro muchachos extrañamente idénticos a los miembros de la banda de músicos local, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band.

 Ringo Starr y Erich Segal

Como si esto fuese poco, aquí está la actuación más meritoria de Ringo (al lado de sus tres compañeros) fuera de (su entrañable persona en) los cartoons seriales (a los que el baterista tampoco puso voz) --y de la película de A Hard Day’s Night, para ser justos. Como en 1964, el Starr dibujado en 1967 por Heinz Edelmann además se rodea del score de un George Martin aún más sintético y versátil (gracias al ya crecido legado del grupo, embarcados en su "Álbum Blanco"), envuelto el baterista al igual que los otros personajes no sólo por sublimes pentagramas vocalizados sino por una hermosa partitura orquestada e impresa directamente sobre los cromáticos fotogramas, editados a su ritmo.



Secuencias de antología, como la previa a los títulos de crédito y la del encuentro del conmovedor Nowhere Man o la (puesta en escena) de la genial (genialísima) canción de Lennon “Hey Bulldog” --descartada del estreno americano presumiblemente debido a los celos profesionales de McCartney--, se combinan con la ambigua ingenuidad de la filosofía Beatle (del yeah yeah yeah al YES del hippismo, con el personaje de John, más que abrasivo, y su congelado saludo “satánico”; y mejor no empecemos con lo de “Paul is dead”, que ya estamos finalizando…) en una producción de inspirador visionado. 5/5


jueves, 9 de julio de 2015

The Boys in the Band (1970)


Histórica película queer basada en un asimismo impactante drama teatral escrito por Mart Crowley (miembro del círculo de Natalie Wood, y también autor del guión), The Boys in the Band es una de las primeras grandes obras de William Friedkin, quien pronto se encontraría liderando el Nuevo Hollywood gracias a The French Connection (1971) y, especialmente, The Exorcist (1973). La cerrada trama sigue a un grupo de amigos homosexuales, en el agitado New York de finales de los '60s, más exactamente 1967, que una noche se congregan en el cómodo departamento de uno de ellos (Kenneth Nelson) para celebrar el cumpleaños de otro (Leonard Frey, una suerte de George Sanders ahumado). El anfitrión resulta ser un hombre atormentado que no puede aceptar su problemática identidad y termina por transformar la fiesta en un infierno, sobre todo para sí mismo, a través de juegos mentales y otros menos sofisticados, que pretenden violar la intimidad afectiva de sus invitados, inclusive forzando la "salida del clóset" de alguno (Peter White).


Excelentes actuaciones --del elenco en pleno que montó el revolucionario éxito Off Broadway--, entre las que destacan el emocionalmente intenso personaje central de Nelson (cuyo aire a Farley Granger no queremos dejar de notar, dada la influencia decisiva del Rope hitchcockiano en la génesis de Boys) y el conmovedoramente extravagante Emory interpretado por Cliff Gorman; la atención característica en Friedkin hacia el detalle realista; y un soundtrack oportuno, son algunas de las cualidades de un film que, aparte de su significación socio-cultural (fue uno de los títulos que inauguraron la sensibilidad gay en el cine mainstream) y como ejercicio profesional para uno de los más importantes realizadores de su generación, se sostiene solo, ajeno desde su estreno a la incomprensión o la indiferencia relativa de los críticos frente a su audaz y profundamente humana substancia, apreciable más allá de las inclinaciones privadas. No olvidemos a Robert La Tourneaux como una versión en pequeño de Jon Voight en Midnight Cowboy (1969). Dominick Dunne fue productor ejecutivo. 5/5


lunes, 22 de junio de 2015

Desu nôto (2006)


En esta producción televisiva del Japón --basada en el manga y el anime homónimos--, la policía anda tras la pista de Kira, un vigilante ubicuo responsable de toda una epidemia con los criminales más avezados, impunes e irredimibles por víctimas: alrededor del mundo, todos mueren a causa de un tan fulminante como inexplicable ataque cardíaco. Cuando las altas esferas de la inteligencia policial entren a la escena, cada detalle de la operación quedará listo para un duelo inusitado: Light, el secretamente inescrupuloso adolescente cuyo superdotado raciocinio ha contribuido en el pasado a resolver los casos delincuenciales menos simples, versus L, su enigmático y aventajado némesis. Con lo que nadie cuenta es el poder demoníaco moviendo los hilos del destino, trazando sus líneas arteriales sobre las blancas hojas de un negro cuaderno...


Desu nôto: The Last Name (o Death Note: The Last Name, su título internacional), el segundo episodio de la trilogía del cuaderno maldito --aunque el genial Ryuzaki se merecía su propia serie (precuela, necesariamente) después de L: Change the World (2008)-- extiende no solamente la narración, sino también sus coordenadas psicológicas, éticas y, aun, metafísicas. Ahora no puede ser más claro que el microcosmos que se nos muestra es una metáfora sobre la ley versus la justicia, una parábola de lo divino y lo humano contrapuestos en la amplitud de sus debilidades y mezquindades. Cuando el padre y el hijo se enfrentan, además se hace evidente como nunca la pretensión de los realizadores: Milton, la Biblia, como referentes ineludibles de un paraje desastroso sembrado de ángeles caídos. Por eso, el éxito de esta continuación (y, con ella, de una historia que llega a su fin) radica en, más allá del sostenido suspenso y su trama en permanente movimiento, la profundidad que logra con un material delicado, hecho de --sin L-- torpes detectives tras la pista de un caprichoso pacto diabólico. Por eso, más allá de la sofisticación audiovisual, sin embargo, más acá de la suma o resta entre humanos luciferinos y entes mefistofélicos de The Last Name, nos quedamos con el inesperadamente memorable retrato de L: ya no el enigma (hilarante Auguste Dupin emo, Tokio style) de la primera parte, sino otro desgarrador niño prodigio que, huérfano, es quien se merece un padre que lo quiera --al igual que el hijo de Anthony Quayle en Incompreso (1966), o el pequeño participante en el programa concurso de TV con un patán como progenitor en Magnolia (1999), o aun la sensacional Lisbeth Salander; huérfanos de mérito entre otros, como el enemigo de Light, al pie de la letra. Y, no obstante encontrar esa figura paterna en el leal Watari, L es un consumidor creativo y compulsivo de dulces que no engorda, un adolescente pálido y recluido que demuestra la ambigüedad de las emociones en un trance narcoléptico, donde los auténticos sentimientos no deben escribir su nombre. 3.5/5

jueves, 11 de junio de 2015

Aloft (2014)


Hay actores que dan lo mejor de sí en películas como ésta, cuyo inicio promete, cuyo contenido posee una cierta tensión dramática, pero que al final pierden el vuelo o la orientación al apostar por la combinación de elementos que no comulgan entre sí: frío y calor, tragedia y técnica fatalmente inadecuada. Es el caso de Aloof…, quiero decir, Aloft: Jennifer Connelly es quizá una de mis actrices favoritas, uno de esos prodigios de mujer que son al mismo tiempo intérpretes de una singularidad que siempre es una gozada presenciar. Sin duda, se trata de una profesional consumada, veterana descubierta por Sergio Leone allá por 1982, y lo vuelve a demostrar, por enésima vez, en esta cinta. Pero es Cillian Murphy (quien, por otro lado, ofreció un memorable desempeño en Inception, el thriller borgesiano de Christopher Nolan) la gran sorpresa: un actor que esperamos ver de nuevo en una labor tan descarnada como la que, en la medida en que se lo permite la producción, lleva a cabo aquí. Toda una paradoja, ya que su papel (y, sobre todo como complemento, el de Connelly) es la cumbre humana de un iceberg fotográfico, con hallazgos emotivos demasiado convencionales para poder equilibrar la disputa entre su conflicto natural --incluida la interacción entre animales y hombres-- y la reconcentrada artificialidad de sus medios. No es que los fotogramas de Aloft sean bellísimos (aunque el paisaje suele serlo), ni que posea la pretenciosidad de obras abstractas como (por dar un ejemplo “clásico”) Persona, pero no termina de decidirse entre la comunicación abierta de esa relación madre-hijo tan rica en posibilidades y la exploración de asociaciones equívocas originadas en un montaje suficientemente confuso y una dirección muy distante del corazón de su asunto. 2/5

miércoles, 11 de marzo de 2015

The Racket (1928)

"McQuigg" (Meighan), Marie Prevost y "Scarsi" (Wolheim)

Uno de los primerísimos largometrajes gangsteriles --fue contendora por el Oscar a la Mejor Película en la entrega original de los premios--, esta producción basada en una obra teatral es, ocasionalmente, lo suficientemente cinemática para transmitir la complejidad psicológica y social de su texto sin perder el ritmo en staccato de su arsenal hasta el día de hoy. Un policía honesto (Thomas Meighan), casi prefigurando a Dirty Harry más que a Serpico, decide enfrentar a la ley --así como también mover los hilos del periodismo, tema del realizador Lewis Milestone en The Front Page (1931)-- para acabar de una vez por todas con el impune Nick Scarsi (Louis Wolheim, intérprete nada excesivo como el George Bancroft silente pero cuyos rasgos acaso inspirasen los del Mugsy de Warners), un criminal capaz de hacer desaparecer cualquier evidencia innegable y toda oposición que le estorbe en su camino. 


El conflicto es tan simple y confuso como eso, pero, gracias a la dirección de Milestone (quien, aparte, muchos años después tendría que soportar la explosión del ego de Brando en Mutiny on the Bounty), alcanza picos de claridad y pureza narrativa, como en la ingeniosa escena donde Scarsi mata a uno de sus rivales dentro de un restaurante o la menos espectacular que lo muestra ultimando a un agente del precinto por la espalda, luego de una electrizante aunque previsible discusión; y cimas de tensión ética y épica, como en todos los intercambios de Wolheim con su némesis Meighan, que gracias a los actores se convierten en fuentes de inspiración mítica e inmediato (aunque inevitable) repertorio de clichés. 


De todos modos, The Racket carece del sentimentalismo que ablandaba pero al mismo tiempo ribeteaba de fundacional humanidad al Underworld (1927) de Josef von Sternberg. Además, juega la carta acaso ya por entonces pretendidamente shakespeareana del “gracioso”, aunque sin la intensidad inoportuna del Howard Hawks de Scarface (también producida por Howard Hughes) --y eso que nos referimos a dos personajes reporteriles de lo más estúpidos. Obsérvese la significación que ostenta, con cierta sutileza que subraya su artificio, la presencia furtiva y ubicua de los revólveres del hampa en una cinta cuyos intertítulos suelen interrumpir los parlamentos del elenco, irradiando así un conflicto dramático en busca de su propia fluidez fotográfica. 3.5/5

viernes, 27 de febrero de 2015

Joanna (1968)


Antes de su paupérrima adaptación de la igualmente controvertida novela de Gore Vidal, Myra Breckinridge (1970), Michael Sarne realizó esta inolvidable producción en colorido CinemaScope, un espectáculo psicodélico e inasiblemente intimista acerca de una excéntrica jovencita en su incursión dentro del swingin’ Londres de las galerías de arte y de los crímenes susurrados off-camera, tan cool como la Petulia (1968) de John Schlesinger o el Blowup (1966) de Antonioni. La cautivadora Joanna (Geneviève Waïte) es la protagonista que, en su promiscuidad sexual y afectiva, tardará en aprender la responsabilidad que conlleva el estar viva, primero de la generosa mano de un aristócrata millonario y moribundo (el estupendo Donald Sutherland, cuyo parlamento sobre la belleza de la existencia continúa emocionándonos profundamente), después a través de su relación con un don juan de buen corazón pero sumido en asuntos bastante turbios (el suave Calvin Lockhart, admirable figura fetiche de Sarne). Como Dustin Hoffman en la contemporánea The Graduate, la infantiloide heroína respira y se mueve en una pecera fugitiva, un mundo estilizadamente artificial creado morosa y amorosamente por el cine, aquí todavía de un modo mucho más consciente y distintamente metalingüístico que en la modélica comedia dirigida por Mike Nichols. Excelente fotografía y exóticos escenarios naturales (Marruecos, exactamente) redondean una obra ocasionalmente musical que sigue siendo nostalgia de la buena. 4/5




lunes, 26 de enero de 2015

Diario de invierno (1988)


Metafísico policial negro, impenetrable alegoría de un submundo de la castellanidad, lírica visión de la muerte: los más sublimes actores de sus respectivas generaciones, Fernando Rey y Eusebio Poncela interpretan, naturalmente, a padre e hijo: éste es un policía desconcertante, a veces tierno como un niño inocente, otras tan brutal como para echar a patadas a su propia madre de la comisaría que dirige; aquél es un ruinoso arcángel de la muerte, especialista en el inevitablemente siniestro (por misterioso, secreto) manejo de venenos de serpiente para que sus numerosos clientes tomen un atajo hacia el otro mundo… Ambos están relacionados con prostitutas (el policía nació de una, en plena acera; su padre era un golfo que se acostaba con todas, incluida la madama, futura abuela de aquél) y con la ambigüedad de fenómenos como el fuego (cuando niño, el infantil policía intentó quemar vivo a su padre) y la locura (representada en la madre, en la figura alucinada del Culebrero, en la misma estructura onírica del relato), mientras el Requiem de Mozart se desplaza desde un maldito fantasma paterno hasta un parricida frustrado en busca de consuelo. 3.5/5

martes, 6 de enero de 2015

Lovelace (2013)


Linda Lovelace no era tan linda como Amanda Seyfried, ni ésta la interpreta por seguir explotando la faceta de rollergirl heredada de Heather Graham --pero mejor no empecemos con la influencia inesquivable de Boogie Nights aquí o en American Hustle, también de 2013-- que (des)viste su persona cinematográfica: ambas cuestiones resultan de lo más triviales al cabo de este recorrido a través del lado verdaderamente oscuro de la industria pornográfica floreciente en los setentas, producido por la misma Seyfried y Peter Sarsgaard, quien se encarga del ingrato rol de Chuck Traynor. Anticipando un poco a lacras como Paul Snider (el asesino de Dorothy Stratten, encarnado por Eric Roberts en Star 80), Traynor sedujo a la joven Lovelace y, ya casados, abusó de ella física, mental y emocionalmente, prostituyéndola e incitándola a incursionar en las hasta entonces radicalmente marginales blue movies con el objetivo de saldar sus cuantiosas deudas. Entonces, prácticamente con un revólver empuñado por su marido apuntándole a la sien, Linda Lovelace se convirtió de la noche a la mañana en una estrella de la pornografía socialmente legitimada, la primera diva de la liberación sexual en unos Estados Unidos por la hipocresía y el relativismo moral. Esta película aprueba, si no holgadamente, en su descripción matizada de ese mundo descarnado y criminal, sobresaliendo en el retrato humanizante de su protagonista, una Seyfried que acierta en cada nota dramática exigida, y a quien asisten harto solventemente Sarsgaard y unos conmovedores Robert Patrick y Sharon Stone como sus padres. Lovelace es una ilustración sobria y una denuncia retrospectiva, y una película claramente superior a aquella Deep Throat que acaso redimía en un parpadeo la presencia de Carol Connors (la mami de Thora Birch)…, pero esto último es la suma trivialidad. 3.5/5