jueves, 28 de marzo de 2013

Das weiße Band, Eine deutsche Kindergeschichte (2009)


Michael Haneke, uno de los realizadores más preclaros del cine europeo y mundial de los últimos años --para muestra, los botones de filmes como la inquietante Caché (aquella insospechada prima lejana de Lost Highway) o la desoladora Amour (The Notebook sin juventud ni romance)--, borda este implacable paisaje moral y social a partir de un brillantísimo guión propio cuyo script doctor fue nada menos que Jean-Claude Carrière, el ilustre redactor de los antológicos sueños francófilos de Buñuel. La acción tiene como fondo histórico a la Alemania ad portas de la Gran Guerra: antes de que el Archiduque Francisco Fernando sea asesinado, en una pequeña provincia enjaulada por la rigidez de las apariencias, de las costumbres, de las jerarquías clasistas y sexistas, una serie de eventos de violencia tanto gratuita como fortuita atentará con desenmascarar la naturaleza misma de un continente enfermo, la eventual explosión bélica de cuya tensa relación conflictiva consigo mismo sólo cabía ser anticipada --como los sueños o anuncios confesados por la pequeña alumna a su profesor revelaban la posibilidad certera de un castigo improbablemente divino. El estilo de minimalismo austero, de casi indiferente abstracción kubrickista que signa la obra del maestro Haneke logra uno de sus relatos más perfectos y expresivos, tenebristas y luminosos, toda una pieza de consumado arte narrativo que deconstruye el círculo de la severa crueldad institucionalizada o falazmente insustancial de la vida privada (por lo cual la oportuna presencia de Carrière, quien también debe de haber ajustado el sentido del absurdo en el buñueliano Haneke, no es sorprendente), como traza el devenir vertical, histórico de un destino cotidiano, blanco cual una cinta amordazando el brazo de un niño inocente o un invierno premonitorio. Sin caer en esteticismos innecesarios, ni en los pormenores inútiles de la retórica, Haneke se erige --a través de su crónica de una sociedad con rezagos oscurantistas donde las mujeres valen poquísimo y un niño tal vez menos-- como testigo imparcial, mostrando a un tiempo aun la degradación y la ternura, de un tiempo pretérito que lo convierte, además, en transcriptor de una lección imperdible.

martes, 19 de marzo de 2013

Soldier Blue (1970)


Protagonizada por Candice Bergen y Peter Strauss, este film dirigido por Ralph Nelson --realizador de Requiem for a Heavyweight (1962), especie de Raging Bull antes de Raging Bull (1980)-- posee una importancia que va más allá de lo cinematográfico y se instala en la consciencia misma de la humanidad de sus afortunados espectadores. Un relato que empieza como una simple intriga de aventuras enmarcada en el western, para derivar luego en una comedia superflua y todavía después en una historia de amor suficientemente formulista, se descubre finalmente como en verdad es, en lo que aparentemente es un shock pero ha sido hábilmente moldeado o preparado durante los dos tercios anteriores del metraje: una obra subversiva, de ironía y lucidez demoledoras, que nos muestra con brutal honestidad la miseria de la colonización americana en toda su gloriosa ruindad. No obstante, después de todo, la última parte de esta absolutamente imprescindible película (en su estreno oportuna metáfora de Vietnam) constituye --y debe serlo siempre-- un estremecimiento moral en toda regla, un golpe al corazón cuya crueldad sirve a una justicia que no será nunca de este mundo. 
 

miércoles, 6 de marzo de 2013

Plein soleil (1960)


En el filme que lo lanzó al (super)estrellato internacional, Alain Delon --el rostro angélico dorado por el sol mediterráneo, el cuerpo delgado y atlético con los músculos tensos y visibles adaptándose perpetuamente al momento (al movimiento) placentero y cada vez aún menos molesto del necesario asesinato-- es Tom Ripley, el pícaro y complejo criminal soñado por la novelista Patricia Highsmith, en su primera aventura en la pantalla grande. Dirigida por René Clément, la impredecible ambientación marítima trajo a mi fresca memoria, en este tercer o cuarto visionado, Jaws, esencial film de Spielberg y libro de Peter Benchley aún por cerrar mientras tipeo estas líneas: el océano azul como los ojos de bestia depredadora de Ripley/Delon, con el signo de la muerte negreándolos como a los de un tiburón inconcebible que estuviese precisamente a bordo, fue fotografiado por Henri Decaë, uno de los artistas indispensables de la Nouvelle Vague. El futuro samouraï de Jean-Pierre Melville es, propiamente, una versión masculina demasiado convincente de la femme fatale de la ficción noir, la sutileza inasible de cuya ambigüedad hemos disfrutado desde entonces.