Michael Haneke, uno de los realizadores más preclaros del
cine europeo y mundial de los últimos años --para muestra, los botones de
filmes como la inquietante Caché (aquella insospechada prima lejana de Lost
Highway) o la desoladora Amour (The Notebook sin juventud ni romance)--, borda este implacable paisaje moral y social a partir de
un brillantísimo guión propio cuyo script doctor fue nada menos que Jean-Claude
Carrière, el ilustre redactor de los antológicos sueños francófilos de Buñuel.
La acción tiene como fondo histórico a la Alemania ad portas de la Gran
Guerra: antes de que el Archiduque Francisco Fernando sea asesinado, en una
pequeña provincia enjaulada por la rigidez de las apariencias, de las costumbres,
de las jerarquías clasistas y sexistas, una serie de eventos de violencia tanto
gratuita como fortuita atentará con desenmascarar la naturaleza misma de un
continente enfermo, la eventual explosión bélica de cuya tensa relación
conflictiva consigo mismo sólo cabía ser anticipada --como los sueños o
anuncios confesados por la pequeña alumna a su profesor revelaban la
posibilidad certera de un castigo improbablemente divino. El estilo de
minimalismo austero, de casi indiferente abstracción kubrickista que signa la
obra del maestro Haneke logra uno de sus relatos más perfectos y expresivos,
tenebristas y luminosos, toda una pieza de consumado arte narrativo que
deconstruye el círculo de la severa crueldad institucionalizada o falazmente
insustancial de la vida privada (por lo cual la oportuna presencia de Carrière,
quien también debe de haber ajustado el sentido del absurdo en el buñueliano
Haneke, no es sorprendente), como traza el devenir vertical, histórico de un
destino cotidiano, blanco cual una cinta amordazando el brazo de un niño inocente o un invierno premonitorio. Sin caer en esteticismos
innecesarios, ni en los pormenores inútiles de la retórica, Haneke se erige --a
través de su crónica de una sociedad con rezagos oscurantistas donde las mujeres valen poquísimo y un niño tal vez menos-- como testigo imparcial, mostrando a un tiempo aun la
degradación y la ternura, de un tiempo pretérito que lo convierte, además, en transcriptor de una lección imperdible.
jueves, 28 de marzo de 2013
martes, 19 de marzo de 2013
Soldier Blue (1970)
Protagonizada por Candice Bergen y Peter Strauss, este film
dirigido por Ralph Nelson --realizador de Requiem for a Heavyweight (1962), especie de
Raging Bull antes de Raging Bull (1980)-- posee una importancia que va más allá de lo
cinematográfico y se instala en la consciencia misma de la humanidad de sus
afortunados espectadores. Un relato que empieza como una simple intriga de
aventuras enmarcada en el western, para derivar luego en una comedia superflua
y todavía después en una historia de amor suficientemente formulista, se
descubre finalmente como en verdad es, en lo que aparentemente es un shock pero
ha sido hábilmente moldeado o preparado durante los dos tercios anteriores del
metraje: una obra subversiva, de ironía y lucidez demoledoras, que nos muestra
con brutal honestidad la miseria de la colonización americana en toda su
gloriosa ruindad. No obstante, después de todo, la última parte de esta
absolutamente imprescindible película (en su estreno oportuna metáfora de Vietnam) constituye --y debe serlo siempre-- un
estremecimiento moral en toda regla, un golpe al corazón cuya crueldad sirve a
una justicia que no será nunca de este mundo.
miércoles, 6 de marzo de 2013
Plein soleil (1960)
En el filme que lo lanzó al (super)estrellato internacional, Alain
Delon --el rostro angélico dorado por el sol mediterráneo, el cuerpo delgado y
atlético con los músculos tensos y visibles adaptándose
perpetuamente al momento (al movimiento) placentero y cada vez aún menos
molesto del necesario asesinato-- es Tom Ripley, el pícaro y complejo criminal
soñado por la novelista Patricia Highsmith, en su primera aventura en la
pantalla grande. Dirigida por René Clément, la impredecible ambientación marítima trajo a mi fresca memoria, en este tercer o cuarto visionado, Jaws, esencial film de Spielberg
y libro de Peter Benchley aún por cerrar mientras tipeo estas líneas: el
océano azul como los ojos de bestia depredadora de Ripley/Delon, con el signo
de la muerte negreándolos como a los de un tiburón inconcebible que estuviese
precisamente a bordo, fue
fotografiado por Henri Decaë, uno de los artistas indispensables de la Nouvelle Vague. El futuro samouraï de Jean-Pierre Melville es,
propiamente, una versión masculina demasiado convincente de la femme fatale de
la ficción noir, la sutileza inasible de cuya ambigüedad hemos disfrutado desde
entonces.
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