lunes, 28 de septiembre de 2015

Inherent Vice (2014)


Sucio, desgreñado, las horas contadas hasta el próximo abuso, vulnerable y vulnerado en medio del humo trastornado y la niebla laberíntica de Gordita Beach, L.A. County, es Joaquin Phoenix (en su segundo y mejor trabajo actoral para el realizador de The Master) el antihéroe de esta nueva jornada hacia la abstracción plástica o la metafísica retórica de Paul Thomas Anderson. Un relato (tragicómico) disfrazado de neo-noir, basado en la novela homónima de Thomas Pynchon, y que sigue los avatares de su protagonista detective entre una fauna de personajes variopintos, sin tener casi nada en común, para efectos prácticos, con la altmanesca (y entrañable) Boogie Nights (1997), ni con aquella iniciática fábula de tahúres en Vegas titulada Hard Eight (1996).


Por el contrario, Inherent Vice continúa la exploración deslizada en There Will Be Blood (2007) e instaurada propiamente con la pieza de 2012, un proceso deconstructivo respecto del estilo todavía vigente --aun con sus conspicuos signos no-figurativos-- en Punch-Drunk Love (2002). Se trata de una des-sentimentalización, diríase, no obstante lejos, por el momento de la película de este comentario, de la apuesta hasta ahora más radical ofrecida mediante las alienantes imágenes de The Master. Al menos, la convolucionada trama criminal, ambientada en la cultura hippie de 1970, sirve como un recipiente ideal para sostener las conscientes inclinaciones artísticas de Anderson en lo que (¿de todos modos?) no deja de ser un metraje acaso excesivo.

   
Doc Sportello (Phoenix) va tras la pista de Mickey Wolfmann (Eric Roberts), cuya desaparición --presuntamente a manos de su esposa y el amante de ésta-- le ha sido anunciada por Shasta (Katherine Waterston), una mujer de la cual Doc permanece enamorado y que desde hace algún tiempo hasta entonces era amante, a su vez, del millonario negociante de bienes raíces. La invencible afición de Doc a las drogas se explica fácilmente, además de sus cuitas emocionales, con la presencia de Bigfoot Bjornsen (Josh Brolin), el agente de policía que más disfruta del sufrimiento físico y psíquico del investigador privado. Anderson se las arregla para pintar un retrato de Phoenix como víctima de la violencia gratuita inherente a la raza humana, a la altura de las circunstancias de, por ejemplo, Stanley Spector (Jeremy Blackman), el niño prodigio en la literalmente trascendental Magnolia (1999).


Entre la femme fatale y el matón con placa, la vida que Doc aprecia --ese repetido trozo de cimbreante océano delimitado con exactitud milimétrica por las playeras moradas de madera, como en un lienzo de celuloide utilizado por Chirico o aun Rothko, y que así dispuesto por Anderson tiene que recordarnos al imposible escape al paraíso de Carlito Brigante-- anticipa una heroicidad legítima, conmovedora en su mismo llano concepto: una de las subtramas envuelve a un revoltoso profesional (Owen Wilson) separado de su esposa y pequeña hija debido a sus actividades subversivas. Nos detendremos aquí, en nombre de la vocación del espectador, quien puede encontrar semejante nobleza ligada a tipos tan distintos de Doc como el anónimo Eastwood de Fistful of Dollars.


Por otra parte, esta nueva incursión de PTA hacia su lado más personalmente renovador del género cinematográfico --Inherent Vice es a la serie negra de los '40s lo que Punch-Drunk Love a la comedia romántica o There Will Be Blood a la épica moral de raíces fordianas-- se sitúa, como hemos empezado a sugerir, en un punto intermedio de su estética. La perspectiva laxa y nebulosa de su narración (desde la voz de una confidente de Doc llamada Sortilege) se adecúa perfectamente al ambiente de meticulosa confusión  que cuelga cual nubarrón fatal sobre la cabeza del hippie que la protagoniza. Siempre estamos pendientes del destino de Doc, constatación cierta de que el autor de Boogie Nights no ha perdido nada de su capacidad para involucrarnos subjetivamente, de una manera no-intelectual, en su obra. Más allá de la combinación de Raymond Chandler y filosofía beatnik que pueda parecer a la primera, el guión de Anderson ha localizado un cercano equilibrio afectivo-visual, ausente en su película anterior, que justificaría la prolijidad de su registro. En verdad, se trata de una amalgama estilística más conveniente, en comparación, a la expresión de su espíritu y a nuestras expectativas frente a su legado. 4/5


martes, 8 de septiembre de 2015

Hang ‘Em High (1968)


Mucho antes de la cumbre revisionista que significó, entre otras cosas, Unforgiven (1992), el progresismo político de Clint Eastwood lo llevó ocasionalmente por sendas de calidad artística dudosa (cuando menos). No por nada, y ya a la cabeza de su clásica Malpaso, entregó la dirección de esta aventura de venganza en el Oeste --su primer protagonismo hollywoodense después de convertirse en superestrella internacional gracias a Sergio Leone-- al vocacionalmente televisivo Ted Post, el mismo que años después haría retroceder cualitativamente la serie de Dirty Harry con su torpemente reaccionaria Magnum Force (la primera secuela, en 1973, aquélla del escuadrón de émulos de Callahan que incluía a un David Soul en vísperas de Starsky & Hutch). 

Lejos asimismo del acabado comentario (en contra) de la pena de muerte que el productor realizaría, también como director, en su impactante True Crime (1999) --en cierto sentido tan efectiva como Dead Man Walking (1995), el film de Tim Robbins--, la historia del ranchero-vuelto-marshall Jedediah Cooper posee, no obstante, sus elementos de innegable virtud: el leitmotiv musical de Dominic Frontiere; el manejo de la cámara, con sus adecuados zooms (hacia el rictus de Clint) y ángulos caracterizadores; la actuación de un reparto en el que descuellan inconfundiblemente Bruce Dern, Pat Hingle y Ed Begley, por encima de un guión lagunoso, distraído y con los cabos sueltos --que, por otra parte, desperdicia a Dennis Hopper; además de Hingle como el juez Fenton, el igualmente kazaniano James Westerfield aparece entre los condenados al patíbulo. Pero, sobre todo y todos, un Eastwood prototípico hecho de ojos como dagas, cerillas encendidas en su propia ira, y aquella cicatriz de soga aviesa que ya juntaba sus tics de relevo de John Wayne para dispersarlos y brillar solitaria en el Brad Pitt especular y lluvioso de Inglourious Basterds. 3/5