miércoles, 15 de mayo de 2013

Lola (1986)


El fotograma de arriba dixit: Ángela Molina nació como Venus flamenca para las miradas sesgadas de privilegiados turistas orientales (y la progresiva frustración de Fernando Rey), pero: 1. La película del por lo demás cutre Bigas Luna (Q.E.P.D.) es --oh sorpresa de sorpresas-- un harto desasosegante e inquisitivo drama de las equívocas, complejas, pasionales y humillantes relaciones de pareja abusivas, sadomasoquistas en el peor y más real sentido del término. 2. La última Lolita buñueliana es ahora la víctima de un castigo que ni por asomo de absurda ironía podríamos pensar divino. Ángela Molina no era sólo una femme fatale en toda regla, sino una magnífica actriz, sí señor.

Otros intérpretes dignos de nota, aunque comprensiblemente un tanto por debajo, son el inquietantemente convincente Féodor Atkine en impresionante rol como el repulsivo Mario, y una sofisticada (como siempre) mas brevísima Assumpta Serna. Después el director catalán elaboraría los referentes más característicos de una carrera innegablemente personal (si no precisamente original), y no obstante este ejemplo temprano de capacidad promisoria se encuentra inmediatamente tan por encima de su hueca, insoportablemente vulgar y contradictoria “estética” escatológica y hedonista de lo ibérico. Lástima que no continuase por este camino de reciedumbre y entidad, hoy tendríamos más Lolas y menos Huevos de oro y otros infumables bodrios por el estilo.

domingo, 5 de mayo de 2013

Megavixens (1976)

Raven De La Croix es Margo Winchester (por obvias razones) en una “joyita” del sexploitation

El recientemente fallecido Roger Ebert, uno de los más importantes críticos del cinema, alguna vez afirmó (a propósito de Amarcord, si bien recuerdo) que Fellini estaba tan obsesionado con las glándulas mamarias femeninas como el asimismo erotómano autor de la película que ahora nos ocupa, Russ Meyer. A decir verdad, Ebert --quien, por otro lado, escribió el guión de Megavixens-- erró un tanto la marca: las chicas Meyer encarnaban como en ningún otro caso la consabida fijación de los estadounidenses por los senos generosos, casi nacionalizando así un apetito masculino más bien universal; mientras que Fellini prefería (quizá de modo previsible) la opulencia armoniosa con acentos meridionales e incluso virtualmente elefantiásicos, la totalidad que también puede fetichizar un trasero de Reina de Lydia antes que una exclusivista parcialidad pectoral. En esta asertiva y no tan mínima oda pastoral a la libertad (del amor libre al aire libre) --¿al libertinaje, seguirán diciendo algunos?--, que no por nada comparte a Sade con Buñuel y Pasolini, la gloriosa, hiperbólica tetamenta de Raven De La Croix (la incógnita karateca en medio de una pesquisa criminal de posguerra, a causa del mismísimo Führer) teóricamente haría desaparecer todo, si no se tratase también de un vigoroso ejercicio (pese a los reparos que se hagan a su estilo) de admirable vocación narrativa --relativizado sólo por el engarce de su contexto genérico--, una agridulce sátira disparatada donde lo único que importa es esta vida, en la que el sexo es un gesto desafiante e infinito y el humor alérgico a la falsa solemnidad su siempre fiel aliado. Vale notar, finalmente, al conspicuo y desinhibido coro griego incorporado con alegría invicta y olor de naturaleza por Kitten Natividad (representante subliminal de la femenina oralidad falocéntrica que subraya inversamente la fijación oral masculina por las ubres), y al romántico soundtrack integrado por alemanes tan relajados como Wagner y el por entonces discotequero Ludwig van.