Mucho antes de la cumbre revisionista
que significó, entre otras cosas, Unforgiven (1992), el progresismo político de
Clint Eastwood lo llevó ocasionalmente por sendas de calidad artística dudosa (cuando menos).
No por nada, y ya a la cabeza de su clásica Malpaso, entregó la dirección de
esta aventura de venganza en el Oeste --su primer protagonismo hollywoodense después de convertirse en superestrella internacional gracias a Sergio Leone-- al vocacionalmente televisivo Ted Post, el mismo que años después
haría retroceder cualitativamente la serie de Dirty Harry con su torpemente
reaccionaria Magnum Force (la primera secuela, en 1973, aquélla del escuadrón de émulos
de Callahan que incluía a un David Soul en vísperas de Starsky & Hutch).
Lejos asimismo
del acabado comentario (en contra) de la pena de muerte que el productor realizaría, también como
director, en su impactante True Crime (1999) --en cierto sentido tan efectiva como
Dead Man Walking (1995), el film de Tim Robbins--, la historia del ranchero-vuelto-marshall Jedediah Cooper
posee, no obstante, sus elementos de innegable virtud: el leitmotiv musical de
Dominic Frontiere; el manejo de la cámara, con sus adecuados zooms (hacia el rictus de Clint) y ángulos
caracterizadores; la actuación de un reparto en el que descuellan
inconfundiblemente Bruce Dern, Pat Hingle y Ed Begley, por encima de un guión lagunoso, distraído y con los cabos sueltos --que, por otra parte, desperdicia a Dennis Hopper; además de Hingle como el juez Fenton, el igualmente kazaniano James Westerfield aparece entre los condenados al patíbulo. Pero, sobre todo y
todos, un Eastwood prototípico hecho de ojos como dagas, cerillas encendidas en
su propia ira, y aquella cicatriz de soga aviesa que ya juntaba sus tics de
relevo de John Wayne para dispersarlos y brillar solitaria en el Brad Pitt
especular y lluvioso de Inglourious Basterds. 3/5
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