jueves, 9 de julio de 2015

The Boys in the Band (1970)


Histórica película queer basada en un asimismo impactante drama teatral escrito por Mart Crowley (miembro del círculo de Natalie Wood, y también autor del guión), The Boys in the Band es una de las primeras grandes obras de William Friedkin, quien pronto se encontraría liderando el Nuevo Hollywood gracias a The French Connection (1971) y, especialmente, The Exorcist (1973). La cerrada trama sigue a un grupo de amigos homosexuales, en el agitado New York de finales de los '60s, más exactamente 1967, que una noche se congregan en el cómodo departamento de uno de ellos (Kenneth Nelson) para celebrar el cumpleaños de otro (Leonard Frey, una suerte de George Sanders ahumado). El anfitrión resulta ser un hombre atormentado que no puede aceptar su problemática identidad y termina por transformar la fiesta en un infierno, sobre todo para sí mismo, a través de juegos mentales y otros menos sofisticados, que pretenden violar la intimidad afectiva de sus invitados, inclusive forzando la "salida del clóset" de alguno (Peter White).


Excelentes actuaciones --del elenco en pleno que montó el revolucionario éxito Off Broadway--, entre las que destacan el emocionalmente intenso personaje central de Nelson (cuyo aire a Farley Granger no queremos dejar de notar, dada la influencia decisiva del Rope hitchcockiano en la génesis de Boys) y el conmovedoramente extravagante Emory interpretado por Cliff Gorman; la atención característica en Friedkin hacia el detalle realista; y un soundtrack oportuno, son algunas de las cualidades de un film que, aparte de su significación socio-cultural (fue uno de los títulos que inauguraron la sensibilidad gay en el cine mainstream) y como ejercicio profesional para uno de los más importantes realizadores de su generación, se sostiene solo, ajeno desde su estreno a la incomprensión o la indiferencia relativa de los críticos frente a su audaz y profundamente humana substancia, apreciable más allá de las inclinaciones privadas. No olvidemos a Robert La Tourneaux como una versión en pequeño de Jon Voight en Midnight Cowboy (1969). Dominick Dunne fue productor ejecutivo. 5/5


lunes, 22 de junio de 2015

Desu nôto (2006)


En esta producción televisiva del Japón --basada en el manga y el anime homónimos--, la policía anda tras la pista de Kira, un vigilante ubicuo responsable de toda una epidemia con los criminales más avezados, impunes e irredimibles por víctimas: alrededor del mundo, todos mueren a causa de un tan fulminante como inexplicable ataque cardíaco. Cuando las altas esferas de la inteligencia policial entren a la escena, cada detalle de la operación quedará listo para un duelo inusitado: Light, el secretamente inescrupuloso adolescente cuyo superdotado raciocinio ha contribuido en el pasado a resolver los casos delincuenciales menos simples, versus L, su enigmático y aventajado némesis. Con lo que nadie cuenta es el poder demoníaco moviendo los hilos del destino, trazando sus líneas arteriales sobre las blancas hojas de un negro cuaderno...


Desu nôto: The Last Name (o Death Note: The Last Name, su título internacional), el segundo episodio de la trilogía del cuaderno maldito --aunque el genial Ryuzaki se merecía su propia serie (precuela, necesariamente) después de L: Change the World (2008)-- extiende no solamente la narración, sino también sus coordenadas psicológicas, éticas y, aun, metafísicas. Ahora no puede ser más claro que el microcosmos que se nos muestra es una metáfora sobre la ley versus la justicia, una parábola de lo divino y lo humano contrapuestos en la amplitud de sus debilidades y mezquindades. Cuando el padre y el hijo se enfrentan, además se hace evidente como nunca la pretensión de los realizadores: Milton, la Biblia, como referentes ineludibles de un paraje desastroso sembrado de ángeles caídos. Por eso, el éxito de esta continuación (y, con ella, de una historia que llega a su fin) radica en, más allá del sostenido suspenso y su trama en permanente movimiento, la profundidad que logra con un material delicado, hecho de --sin L-- torpes detectives tras la pista de un caprichoso pacto diabólico. Por eso, más allá de la sofisticación audiovisual, sin embargo, más acá de la suma o resta entre humanos luciferinos y entes mefistofélicos de The Last Name, nos quedamos con el inesperadamente memorable retrato de L: ya no el enigma (hilarante Auguste Dupin emo, Tokio style) de la primera parte, sino otro desgarrador niño prodigio que, huérfano, es quien se merece un padre que lo quiera --al igual que el hijo de Anthony Quayle en Incompreso (1966), o el pequeño participante en el programa concurso de TV con un patán como progenitor en Magnolia (1999), o aun la sensacional Lisbeth Salander; huérfanos de mérito entre otros, como el enemigo de Light, al pie de la letra. Y, no obstante encontrar esa figura paterna en el leal Watari, L es un consumidor creativo y compulsivo de dulces que no engorda, un adolescente pálido y recluido que demuestra la ambigüedad de las emociones en un trance narcoléptico, donde los auténticos sentimientos no deben escribir su nombre. 3.5/5

jueves, 11 de junio de 2015

Aloft (2014)


Hay actores que dan lo mejor de sí en películas como ésta, cuyo inicio promete, cuyo contenido posee una cierta tensión dramática, pero que al final pierden el vuelo o la orientación al apostar por la combinación de elementos que no comulgan entre sí: frío y calor, tragedia y técnica fatalmente inadecuada. Es el caso de Aloof…, quiero decir, Aloft: Jennifer Connelly es quizá una de mis actrices favoritas, uno de esos prodigios de mujer que son al mismo tiempo intérpretes de una singularidad que siempre es una gozada presenciar. Sin duda, se trata de una profesional consumada, veterana descubierta por Sergio Leone allá por 1982, y lo vuelve a demostrar, por enésima vez, en esta cinta. Pero es Cillian Murphy (quien, por otro lado, ofreció un memorable desempeño en Inception, el thriller borgesiano de Christopher Nolan) la gran sorpresa: un actor que esperamos ver de nuevo en una labor tan descarnada como la que, en la medida en que se lo permite la producción, lleva a cabo aquí. Toda una paradoja, ya que su papel (y, sobre todo como complemento, el de Connelly) es la cumbre humana de un iceberg fotográfico, con hallazgos emotivos demasiado convencionales para poder equilibrar la disputa entre su conflicto natural --incluida la interacción entre animales y hombres-- y la reconcentrada artificialidad de sus medios. No es que los fotogramas de Aloft sean bellísimos (aunque el paisaje suele serlo), ni que posea la pretenciosidad de obras abstractas como (por dar un ejemplo “clásico”) Persona, pero no termina de decidirse entre la comunicación abierta de esa relación madre-hijo tan rica en posibilidades y la exploración de asociaciones equívocas originadas en un montaje suficientemente confuso y una dirección muy distante del corazón de su asunto. 2/5

miércoles, 11 de marzo de 2015

The Racket (1928)

"McQuigg" (Meighan), Marie Prevost y "Scarsi" (Wolheim)

Uno de los primerísimos largometrajes gangsteriles --fue contendora por el Oscar a la Mejor Película en la entrega original de los premios--, esta producción basada en una obra teatral es, ocasionalmente, lo suficientemente cinemática para transmitir la complejidad psicológica y social de su texto sin perder el ritmo en staccato de su arsenal hasta el día de hoy. Un policía honesto (Thomas Meighan), casi prefigurando a Dirty Harry más que a Serpico, decide enfrentar a la ley --así como también mover los hilos del periodismo, tema del realizador Lewis Milestone en The Front Page (1931)-- para acabar de una vez por todas con el impune Nick Scarsi (Louis Wolheim, intérprete nada excesivo como el George Bancroft silente pero cuyos rasgos acaso inspirasen los del Mugsy de Warners), un criminal capaz de hacer desaparecer cualquier evidencia innegable y toda oposición que le estorbe en su camino. 


El conflicto es tan simple y confuso como eso, pero, gracias a la dirección de Milestone (quien, aparte, muchos años después tendría que soportar la explosión del ego de Brando en Mutiny on the Bounty), alcanza picos de claridad y pureza narrativa, como en la ingeniosa escena donde Scarsi mata a uno de sus rivales dentro de un restaurante o la menos espectacular que lo muestra ultimando a un agente del precinto por la espalda, luego de una electrizante aunque previsible discusión; y cimas de tensión ética y épica, como en todos los intercambios de Wolheim con su némesis Meighan, que gracias a los actores se convierten en fuentes de inspiración mítica e inmediato (aunque inevitable) repertorio de clichés. 


De todos modos, The Racket carece del sentimentalismo que ablandaba pero al mismo tiempo ribeteaba de fundacional humanidad al Underworld (1927) de Josef von Sternberg. Además, juega la carta acaso ya por entonces pretendidamente shakespeareana del “gracioso”, aunque sin la intensidad inoportuna del Howard Hawks de Scarface (también producida por Howard Hughes) --y eso que nos referimos a dos personajes reporteriles de lo más estúpidos. Obsérvese la significación que ostenta, con cierta sutileza que subraya su artificio, la presencia furtiva y ubicua de los revólveres del hampa en una cinta cuyos intertítulos suelen interrumpir los parlamentos del elenco, irradiando así un conflicto dramático en busca de su propia fluidez fotográfica. 3.5/5

viernes, 27 de febrero de 2015

Joanna (1968)


Antes de su paupérrima adaptación de la igualmente controvertida novela de Gore Vidal, Myra Breckinridge (1970), Michael Sarne realizó esta inolvidable producción en colorido CinemaScope, un espectáculo psicodélico e inasiblemente intimista acerca de una excéntrica jovencita en su incursión dentro del swingin’ Londres de las galerías de arte y de los crímenes susurrados off-camera, tan cool como la Petulia (1968) de John Schlesinger o el Blowup (1966) de Antonioni. La cautivadora Joanna (Geneviève Waïte) es la protagonista que, en su promiscuidad sexual y afectiva, tardará en aprender la responsabilidad que conlleva el estar viva, primero de la generosa mano de un aristócrata millonario y moribundo (el estupendo Donald Sutherland, cuyo parlamento sobre la belleza de la existencia continúa emocionándonos profundamente), después a través de su relación con un don juan de buen corazón pero sumido en asuntos bastante turbios (el suave Calvin Lockhart, admirable figura fetiche de Sarne). Como Dustin Hoffman en la contemporánea The Graduate, la infantiloide heroína respira y se mueve en una pecera fugitiva, un mundo estilizadamente artificial creado morosa y amorosamente por el cine, aquí todavía de un modo mucho más consciente y distintamente metalingüístico que en la modélica comedia dirigida por Mike Nichols. Excelente fotografía y exóticos escenarios naturales (Marruecos, exactamente) redondean una obra ocasionalmente musical que sigue siendo nostalgia de la buena. 4/5




lunes, 26 de enero de 2015

Diario de invierno (1988)


Metafísico policial negro, impenetrable alegoría de un submundo de la castellanidad, lírica visión de la muerte: los más sublimes actores de sus respectivas generaciones, Fernando Rey y Eusebio Poncela interpretan, naturalmente, a padre e hijo: éste es un policía desconcertante, a veces tierno como un niño inocente, otras tan brutal como para echar a patadas a su propia madre de la comisaría que dirige; aquél es un ruinoso arcángel de la muerte, especialista en el inevitablemente siniestro (por misterioso, secreto) manejo de venenos de serpiente para que sus numerosos clientes tomen un atajo hacia el otro mundo… Ambos están relacionados con prostitutas (el policía nació de una, en plena acera; su padre era un golfo que se acostaba con todas, incluida la madama, futura abuela de aquél) y con la ambigüedad de fenómenos como el fuego (cuando niño, el infantil policía intentó quemar vivo a su padre) y la locura (representada en la madre, en la figura alucinada del Culebrero, en la misma estructura onírica del relato), mientras el Requiem de Mozart se desplaza desde un maldito fantasma paterno hasta un parricida frustrado en busca de consuelo. 3.5/5

martes, 6 de enero de 2015

Lovelace (2013)


Linda Lovelace no era tan linda como Amanda Seyfried, ni ésta la interpreta por seguir explotando la faceta de rollergirl heredada de Heather Graham --pero mejor no empecemos con la influencia inesquivable de Boogie Nights aquí o en American Hustle, también de 2013-- que (des)viste su persona cinematográfica: ambas cuestiones resultan de lo más triviales al cabo de este recorrido a través del lado verdaderamente oscuro de la industria pornográfica floreciente en los setentas, producido por la misma Seyfried y Peter Sarsgaard, quien se encarga del ingrato rol de Chuck Traynor. Anticipando un poco a lacras como Paul Snider (el asesino de Dorothy Stratten, encarnado por Eric Roberts en Star 80), Traynor sedujo a la joven Lovelace y, ya casados, abusó de ella física, mental y emocionalmente, prostituyéndola e incitándola a incursionar en las hasta entonces radicalmente marginales blue movies con el objetivo de saldar sus cuantiosas deudas. Entonces, prácticamente con un revólver empuñado por su marido apuntándole a la sien, Linda Lovelace se convirtió de la noche a la mañana en una estrella de la pornografía socialmente legitimada, la primera diva de la liberación sexual en unos Estados Unidos por la hipocresía y el relativismo moral. Esta película aprueba, si no holgadamente, en su descripción matizada de ese mundo descarnado y criminal, sobresaliendo en el retrato humanizante de su protagonista, una Seyfried que acierta en cada nota dramática exigida, y a quien asisten harto solventemente Sarsgaard y unos conmovedores Robert Patrick y Sharon Stone como sus padres. Lovelace es una ilustración sobria y una denuncia retrospectiva, y una película claramente superior a aquella Deep Throat que acaso redimía en un parpadeo la presencia de Carol Connors (la mami de Thora Birch)…, pero esto último es la suma trivialidad. 3.5/5